jueves, 2 de junio de 2011

Hace ya unos cuantos años...

Siempre había querido ser donante. Mi padre lo era y nos había transmitido la bondad del acto de donar para otros (sangre o lo que fuese). Habíamos participado con él en algún evento de la Asociación que entonces aún no se llamaba ADONA, pero yo había ocultado mi temor con la escusa de una "hepatitis infantíl" allá por los 6 años, mientras mi hermano, algo menor que yo, ha era donante.

La vida da muchas vueltas y mi primer trabajo en prácticas fue en Banco de Sangre (aún no había cumplido los 18) pero me impresionó, más que el trabajo, la rutina de los donantes.

Yo seguía sin ser donante aún pero el contacto con el personal del centro me obligó a saber más sobre este mundo, aunque ...¡Yo había pasado hepatitis de pequeña!

Un día un médico me comentó que en pocos meses los que habíamos pasado las llamadas hepatitis infantilles podríamos ser donantes en breve, previa analitica y comprobación de que no transmitíamos ningún virus grave (parece ser que toda mi generación no pasó hepatitis sino algún otro virus menos importante).

Tras unos días de devaneo, nervios y dudas sobre qué me pasaría por donar sangre, me hice las pruebas, me admitieron y un día cualquiera realicé mi primera donación. ¿Me dolerá? ¿Será peligroso? ¿me pincharán bien? ¿me marearé?. Así llegue a la sala de extracciones, hecha un manojo de nervios, y respirando hondo me senté en el sillón. Mi subsconciente me repetía: No es nada, no es nada... le sacan sangre a un montón de gente todos los días y no pasa nada... Muchas personas reciben pinchazos todos los días y no pasa nada... y fíjate los dorgadictos en qué condiciones se pinchan... Y para cuando me quise dar cuenta me habían pinchado, sacado medio litro de sangre, puesto una tirita y con una gran sonrisa, me daban las gracias y me invitaban a levantarme del sillón despacio y tomar algo. SIGO SIENDO DONANTE. ¿Miedo yo? si no da miedo...